MI HOSTORIA

Desde que tengo memoria, la pintura ha sido mi manera de hablar con el mundo. Empecé siendo una niña con las manos manchadas de colores y el alma llena de silencios que sólo los pinceles entendían. En cada trazo, buscaba respuestas. En cada lienzo, me refugiaba.

Crecí entre aromas andaluces, entre atardeceres que parecían susurrar secretos al viento. Mi padre —músico de corazón noble, bajista de sueños— me enseñó que el arte no se explica: se siente, se vive, se honra. Él me dio el oído para escuchar los matices del mundo y el valor para transformarlos en pintura. Aunque ya no está conmigo, sigue apareciendo en cada luz que cae sobre una flor, en cada sombra que acaricia una figura.

Con el tiempo, mis raíces se mezclaron con otras tierras y culturas. Y lejos de perderme, me encontré: entre lo andaluz y lo marroquí, entre la memoria y la fe, entre la belleza de lo roto y la fuerza de lo que florece.

Hoy pinto para sanar, para contar historias que no caben en las palabras, para devolverle al mundo un poco de la luz que me ha regalado. Mis cuadros no buscan perfección, sino verdad. Y si alguna vez te sientes reflejada en uno de ellos, entonces sabré que el viaje ha valido la pena.